Cuando el juego deja de divertir

Solía pensar que ganar era el objetivo. Trabajé años como analista conductual en plataformas digitales, donde los jugadores perseguían recompensas como constelaciones: cada giro, una chispa de dopamina; cada victoria, una estrella efímera en un cielo vacío. Mi madre, una enfermera jamaicana, decía: ‘No juegas para ganar. Juegas para recordar quién eres.’ No creía en algoritmos. Creía en la respiración.

Ahora me siento solo en mi piso cerca de Shoreditch, escuchando el silencio de la medianoche tras deslizar una ronda más. Los juegos no se detienen porque están rotos. Se detienen porque olvidamos por qué comenzamos.

La metáfora del ‘Ram Blanco’ nunca fue sobre suerte o destino. Fue sobre ritmo: la lenta construcción de paciencia entre pérdidas, la transformación silenciosa cuando cierras los ojos y escuchas tu propio latido otra vez.

He visto a mujeres jóvenes registrar sus victorias como poemas sagrados—no por más dinero, sino porque necesitaban sentirse vistos.

No jugamos por altos RTPs o niveles VIP. Jugamos por el espacio entre giros—la pausa antes de que se encienda el siguiente botón—y ahí vive la sanación.

Si lees esto a las 2 a.m., solo con auriculares, preguntándote si significaba algo… no estás roto.

Aún estás aquí.

Y yo también.