Cuando el juego deja de divertir

Solía pensar que ganar era el objetivo. En mi trabajo como analista conductual, vi una y otra vez: jugadores desplazándose por feeds nocturnos, persiguiendo rachas de gloria virtual—cada spin un ritual silencioso, cada victoria una chispa efímera en una habitación vacía. Los juegos no importaban si ganabas; importaban cuánto estabas dispuesto a pagar. Nos dijeron que las probabilidades eran justas. Certificación RNG. Datos transparentes. Sin embargo, todos jugaban como si su valor viviera en la pantalla.

Recuerdo a una mujer que dijo: “Juego porque olvido quién soy.” Tenía 28 años, como yo—criada por una enfermera jamaicana y un ingeniero escocés. Hablaba dos idiomas: uno de lógica, otro de anhelo.

Los algoritmos no fueron diseñados para la alegría. Fueron ingenieros para bucles de dopamina—pausas deliberadas tejidas en un ritmo tan delgado, tan hermoso, tan cruel.

El tema “White Ram” no era mitología—era marketing disfrazado de significado.

¿Las cartas de estrellas? Solo métricas con gradientes lavanda-gris-azules, líneas dibujadas en pantallas móviles donde la soledad vive a simple vista.

No juego para ganar. Juego para recordar quién soy.