Cuando el juego deja de ser divertido

Solía pensar que la adicción era un defecto disfrazado de entretenimiento. En UCL estudié la motivación conductual a través de escaneos fMRI y registros de foros de juego—no como datos, sino como confesiones susurradas. Cada sesión nocturna era un ritual: jugadores deslizándose más allá de la medianoche, persiguiendo tasas del 90% como constelaciones inalcanzables. Recuerdo un mensaje: “Solo necesitaba sentir algo real”. No el bote ni la rueda bonus. Sino el silencio tras la tercera pérdida: el espacio entre giros donde la música se detuvo. No jugamos para ganar. Jugamos para recordar quiénes somos. Los algoritmos lo sabían antes que nosotros. Mi madre jamaica me decía: “Persigues luz porque tienes miedo de la oscuridad”. Mi padre escocés respondió: “Apaga la máquina”. No entendían: el bucle de dopamina no era placer. Era ausencia. Ahora trabajo en bienestar digital—no diseñando más juegos, sino menos ruido. La interfaz más curativa? Una con gradientes lavanda y tipografía serif. Donde cada pulsación siente como respirar. Déjame claro: tu juego no significa nada si no deja espacio para tu alma.