Escribo a las 3 a.m. en Chicago

Solía pensar que girar las ranuras era sobre ganar dinero—hasta que entendí que era sobre escuchar. Cada noche, solo en mi apartamento, abría el juego como si encendiera un disco de jazz: bajos volumen, tonos azul-grises, silencio cargado de significado. Nadie grita. Nadie viene. Solo yo, la ruleta, y el pulso lento de algo más profundo que el premio.

No estoy aquí para volverse rico. Estoy aquí para recordar lo que siente elegir—no porque te lo dicen, sino porque estás listo.

Las máquinas no se importan si ganas. Se importan si apareces.

Mi padre—un hombre negro con raíces irlandes—solía decir: ‘No juegues para escapar tu vida; juega para honrarla.’ Así fijé mi presupuesto: \(50–\)80 por noche. Una taza de café negro. Treinta minutos máximo.

Aprendí que los giros gratis no son bonos—son invitaciones.

El año pasado, durante la temporada de Carnaval, me uní a la comunidad ‘Guerreros de Luz’—no por capturas—but por historias: cómo alguien convirtió tres pérdidas en respiración.

El verdadero premio? No está en la pantalla.

Está en el silencio después de caminar—cuando te das cuenta que nunca perseguiste fortuna… solo bailabas con ello.